Epífitas

El jardín de mi madre ha tenido varias mutaciones, según el entusiasmo, la época y, por supuesto, la muerte o aparición de miembros de la familia.

 

El inicio es como todos los inicios. Teníamos un gran jardín lleno de pasto y algunas plantas salvajes, de esas que crecen así nomás por crecer entre las piedras o en medio de un hueco diminuto. Aunque las arranques siguen multiplicándose hasta construir colonias indestructibles, tú terminas dándote por vencido y ellas creciendo en los sitios más extraños. Bueno, después del inicio, llegaron zanahorias, después cebollas, más tarde jitomates; hasta que un día desaparecieron. Su lugar lo ocupó una higuerilla, un capulín y un níspero. En todos ellos hice mis inspecciones, aprendí a treparlos, a construir casas, tallar garabatos y observar todo lo que sucedía desde la rama más alta a la que podía trepar.

 

El níspero lo cortaron cuando mi madre conoció a Miguel. Él quemó sillas, hamacas y demás artilugios del jardín que, consideraba, encerraban los suspiros de los amores pasados, incluido el níspero. La higuerilla, con sus frijoles pintos que servían para jugar a la lotería o las bolas espinosas que aventábamos a la reta cuando nos peleábamos por el balón del Chino, la quemaron en unas vacaciones.

El capulín sobrevivió por varios años más, hasta que terminó siendo un peligro. Todos habían sufrido de su maldición, que más o menos consistía en que cada vez que pasabas lentamente por debajo de sus ramas te caía una cabrilla. El árbol tenía dos cuadrillas: las verdes ocupaban casi toda la mitad del lado derecho y las negras que crecían más rápido ocupaban todo el lado izquierdo. Un vez que te caía en la piel, sentías un pequeño incendio, era inevitable el ardor, hasta te podía dar fiebre. Según las reglas de mi madre, la única forma de combatirlos era cazarlos mientras escalaban el tronco para después prenderles fuego. A mi hermana le cayeron varios, conoce a la perfección los síntomas; en resumen, diez de las negras y dos de las verdes. Un día mi madre no aguantó más, terminó con machete en mano tirando de a poco rama por rama. Era cuidadosa para que el señor de la basura no se diera cuenta y le cobrara más: fue haciéndolo pedazos muy pequeños y metiéndolos en un costal. En su lugar se levantó una extensión de la casa, que se sostiene de una palma y va llenándose de hierba salvaje.

 

Del otro lado de la casa hemos tenido varios guayabos de color rosa clavel, un limón, una granada y ahora un viñedo que da unas uvas chiquitas, agrias, que cuelgan de un tronco atravesado de lado a lado de la entrada.

En mi vida he tenido pocos jardines.

 

Los recuerdos más entrañables que teníamos con N, cuando vivíamos en un pequeño departamento que daba al río en un barrio de gitanos, eran sobre nuestros jardines. Unas vacaciones compramos tierra, mudamos todas las plantas a macetas grandes de color marrón, pasamos una tarde bautizando todas las plantas que teníamos: Petra, La tía, Doctora, Cocó, Lupita. Todas con nombres de color blanco adheridos en un plástico negro; nos gustaba hablarles por el nombre que les habíamos dado:

 

– ¿Ya regaste a la Chucha? o ¡Mira qué triste está la Maguis!

Nos hacía sentir más cerca de nuestros respectivos jardines, eso nos bastaba.

El día que compré un cactus en una ciudad extranjera había tenido un sueño rarísimo. En esos tiempos vivía en un departamento que estaba dentro de un museo, éste estaba arriba de una montaña. Me habían asignado una bicicleta de color rojo con la que me gustaba bajar a la ciudad; no hablaba con nadie y de tanto no pronunciar palabra empecé a desaparecer. Uno de los primeros síntomas de que estaba desapareciendo fue la mancha negra que había crecido alrededor de mi ojo. N pensaba que era por un asunto del clima, pero yo sabía que había saltado de uno de mis sueños, era una de las señales de mi inminente desaparición en ese país extranjero.

El segundo síntoma fue que olvidé cómo se seguían los caminos. Ese día había soñado con una niña de ojos llenos de humo, los miraba, no se podía ver nada. Le pregunté de qué color eran sus ojos, me respondía que de todos y de ninguno, que yo no los podía ver pero que ella sabía que existían todos los colores juntos en sus ojos. Esa mañana salí persiguiendo el humo de una fábrica que se veía desde mi ventana. Terminé debajo de un puente en la frontera alemana con unos policías gritando si me quería morir. Yo no podía responder, ¿cómo les iba a decir que andaba siguiendo el humo porque había tenido un sueño?, si nada más me vieron la cara, se asustaron, la mancha había crecido de golpe, ya me llenaba la mitad de la cara. Ellos me escoltaron desde la frontera hasta afuera de mi casa. Yo iba delante pedaleando con todas mis fuerzas. Entré al museo y el guardia terminó por explicarles que yo vivía ahí, que era cosa normal que los habitantes de esa casa en la montaña terminaran por hacer cosas rarísimas de las que él no se quería enterar más, como el día que alguien metió un caballo donde se guardaban las bicicletas. Me dejaron ir sin ninguna multa.

Fui a Ikea, me compré un cactus. Estaba bien empaquetado, decía que venía de México. Pensé que eso evitaría que siguiera desapareciendo.

Me senté en la parada de autobuses, abracé la burbuja de plástico que contenía el cactus mientras contemplaba la danza de rostros que pasaban con irremediable puntualidad por las ventanas, se escurrían, se volvían agua.

Después de eso, viajé 16 horas cargando el cactus. Regresé al jardín de mi madre: tenía una colección rarísima de plantas que se amontonaban unas arriba de otras, llenas de huecos crecían retorcidas agarrándose de las que habían llegado antes. Mi hermano me contó que cada mes le regalaban una planta a mi madre; entendí que era para que ella no desapareciera.

Epífitas 2015-2016